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Obama y Humala: ¿Democracia y nacionalismo?

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Advertencia: Comencé a escribir este artículo en julio de este año, cuando las acusaciones contra el hoy presidente Humala por “comunista”, “chavista” y “estatista” arreciaban. Hoy, con un Humala cada vez más apartado de sus propuestas de cambio que suscitaron tanto pánico en el empresariado y los sectores más conservadores y tratando de calzar en sus expectativas, dudé de publicarlas. Si me animo a hacerlo es porque creo que si bien los individuos pasan, los problemas quedan. Y desentrañarlos es un paso necesario para su solución.

Seguí las elecciones presidenciales peruanas ávidamente por Internet, desde el norte de California, al escuchar mis comentarios sobre la polarización de la campaña, el rol de la prensa y los contenidos racistas que caracterizaron el debate peruano, más de una colega evocó la situación que le tocó vivir a Barak Obama en su propia campaña electoral unos años atrás. A partir de esta experiencia, ensayo un paralelo.

A semejanza de Humala, el candidato Barack Hussein Obama fue satanizado por los sectores conservadores y empresariales más poderosos de los Estados Unidos. Postuló con un programa de reformas que incluían la creación de un sistema universal de salud pública destinado a favorecer a los sectores de menos ingresos, y una reforma tributaria que prometía poner coto a los recortes fiscales implementados por su predecesor, G. W. Bush, ya que favorecerían a los más ricos. De manera similar, el programa de Humala contemplaba políticas sociales que incluían un impuesto a las sobreganancias mineras y otras medidas redistributivas para ampliar los beneficios del Estado a los más excluidos.

En ambos casos el debate se tiñó de alusiones raciales. En el de Obama, el color de su piel, la nacionalidad keniana de su padre y un nombre musulmán, demasiado parecido a Osama, despertaron suspicacias. Se le llamó “comunista”, “terrorista” y musulmán. Hasta se cuestionó su nacionalidad, tildándosele de africano. (Lo de “terrorista” aludía, paradójicamente, a su trayectoria en favor de los derechos humanos y los derechos civiles de los afroamericanos, siendo su propuesta de cerrar la cárcel de Guantánamo considerada —y criticada— internacionalmente como un “limbo legal” vista por los conservadores como una actitud “blanda” con el terrorismo.) Similares acusaciones de fomentar el terrorismo, el comunismo, el “chavismo” y el “estatismo” llovieron contra Humala.

Las críticas, sobredimensionadas por los miedos —y los medios—, llegaron a niveles bastante irracionales en ambos países, y en el Perú tuvieron componentes inéditos. De pronto, la idea de que “Estado fuerte” equivale a comunismo, que nunca fue parte de nuestra idiosincrasia —como sí lo fue (y lo es) de la de los Estados Unidos, donde esta asociación es parte de un legado muy vigente de la Guerra Fría—, devino natural. Súbitamente, palabras neutras como Estado, justicia, redistribución, adquirieron una connotación subversiva.

La analogía entre nuestros candidatos pareciera terminar aquí, pues si atendemos a los mensajes que trascienden el discurso formal —los menos racionales y, por tanto, los más insidiosos—, las razones de por qué tanto Obama como Humala resultaban tan indeseables para los sectores más conservadores en sus respectivos países eran opuestas. Mientras a Obama se le increpaba su supuesta condición de extranjero (musulmán/africano), a Humala se le increpaba su nacionalismo, el estar identificado con —y soliviantando a— los indios, cholos y provincianos. En otras palabras, “enemigo de la Nación” era, en el caso de los Estados Unidos, externo, y en el caso peruano, interno.

En el Perú, la Internet se convirtió en principal depositario del inconsciente en esta batalla política: sentimientos y emociones pocas veces expresados abiertamente se hicieron públicos. Insultos racistas se reprodujeron ad nauseum en las redes sociales y en los comentarios de lectores en periódicos en línea poco después del triunfo de Humala en ambas vueltas. Con gran desinhibición, y sin atisbo de culpa, se expresaron deseos de exterminación de los “indios”, “cholos”, “serranos”, “ignorantes” que votaron por Humala (algo de esto también le tocó a la candidata Keiko Fujimori cuando quedó segunda en la primera vuelta electoral, a quien se le insultó por “japonesa” y contra quien proliferaron también insultos racistas contra sus votantes como los sectores “indeseables” del país); se deseó la muerte para ambulantes, para los niños de Puno, para las campesinas que fueron objeto de esterilizaciones forzadas. Hasta hubo quien clamó para que “vuelva el Chino” y que así el Grupo Colina pueda encargarse “de matarlos a todos”. Los términos podían diferir, pero el mensaje era unívoco: hay peruanos y peruanas que tienen derecho a la vida, y otros que no.

Lo más lamentable en este contexto es que el entonces presidente García, rompiendo todo protocolo, se encargó de hacer públicas sus preferencias electorales en consonancia con su tristemente célebre política del “perro del hortelano”, según la cual las comunidades campesinas y poblaciones nativas constituyen un “estorbo” para los “grandes planes nacionales”. Esta doctrina parte del principio (tácito) de que no todos los ciudadanos tienen los mismos derechos, y que unos tienen que sacrificarse por el Perú. Pero ¿quién es el Peru? (o, mejor dicho, quién no es el Perú), es la pregunta más importante, que ni se formula ni se responde, excepto, claro está, en los desbordes del inconsciente plasmados en la Internet. Y en los lapsus del ex presidente, que develan un imaginario marcadamente jerárquico de país, como quedó registrado en sus infortunadas declaraciones sobre las comunidades nativas de Bagua en el 2009, de quienes, dijo, no eran “ciudadanos de primera clase” y “no tienen corona”. De este modo, la gran contradicción de la gestión de García (y que hoy un irreconocible Humala pareciera querer emular) es que lo que se hacía supuestamente “por el país” se hacía en confrontación con la ciudadanía. (El Gobierno de Humala, al declarar el estado de emergencia en Cajamarca, conculca los derechos constitucionales de los cajamarquinos por el “interés nacional”, mientras se pone la camiseta de la empresa. Pero la pregunta que no se responde es la misma: ¿Quién constituye esa nación por la que los cajamarquinos tienen que sacrificarse? ¿Por qué sus derechos valen menos?)

Retomando la comparación, mientras en los Estados Unidos el estereotipo de terrorista o subversivo es un extranjero —y después del 11 de septiembre del 2001, más específicamente, un árabe con barba y turbante––, en el Perú es un sujeto endógeno: un “indio”, un “serrano”. En ambos casos, sin embargo, una cuestión de piel informaba la deslegitimación política del adversario. Y en los Estados Unidos, además, una cuestión de religión, ya que el terrorista —es decir, el “enemigo de los Estados Unidos”— era también un “musulmán”.

Las acusaciones a Obama de ser extranjero, o “antiamericano”, carecían de fundamento. No era su condición de hijo de un extranjero lo que disgustaba a los conservadores, tanto como el que dicho extranjero fuera de Kenia, es decir, africano; no era tampoco que hubiera pasado su niñez fuera de los Estados Unidos sino específicamente en Indonesia, país mayoritariamente musulmán. El propio Obama, sin embargo, no hacía cuestión de estado de su piel ni se consideraba “negro”, como quisieron verlo todos, sino mestizo (mixed race): tan hijo de su padre como de su madre, una antropóloga angloamericana de Kansas. Por otra parte, su apego nacionalista quedó plasmado en su discurso inaugural al asumir la presidencia: Obama justificó invasiones militares de soldados estadounidenses con el argumento de la superioridad moral de su país; elogió la conquista del Oeste, habló de fortalecer la ocupación de Afganistán, del valor de los que lucharon en la invasión de Vietnam. Por poco y el “destino manifiesto”. Es decir, reivindicó gestos —y gestas— que otros consideran (o consideramos) imperialistas. Aun así, los conservadores lo veían como un radical. Según una colega neoyorkina ello era así porque si es verdad que Obama habló en términos que pueden sonar chaunivistas, se refirió también, como raramente —según ella— lo hace un presidente en los Estados Unidos, a “los hombres y mujeres que trabajan con sus manos” y a sus derechos.

En efecto, también en su discurso inaugural Obama respondió elocuentemente a las acusaciones de “comunista” y “estatista” diciendo que lo que importaba no era el “tamaño del Estado” sino “si éste funciona y si puede ayudar a las familias a encontrar trabajo con sueldos decentes y si se preocupa de que éstos accedan a una jubilación digna”. En el tema religioso Obama se refirió a los Estados Unidos como una nación de “cristianos, musulmanes, judíos, hindúes y ateos”: un verdadero aguijón para los conservadores en un país que por dos siglos se ha identificado a sí mismo como cristiano, protestante y blanco.

Y otro pecado capital, el punto más sensible para las grandes corporaciones: Obama no creía en un mercado sin bridas: “sin un ojo vigilante el mercado se puede ir fuera control, y la nación no puede prosperar mucho si solo favorece a los prósperos”, dijo. En síntesis, el espíritu democrático e inclusivo de Obama fue interpretado como subversivo.

 Las críticas, sobredimensionadas por los miedos —y los medios—, llegaron a niveles bastante irracionales en ambos países, y en el Perú tuvieron componentes inéditos.

 En el caso de Humala, su condición de ex militar díscolo, su cuestionado récord en derechos humanos, su pasado próximo al etnocacerismo, aunados a los clichés antimilitares, hicieron más difícil conciliar su candidatura con la idea de democracia. Aunque ahora un Humala cada vez más complaciente con los grandes empresarios parecería darles la razón, pero no precisamente por los motivos que éstos temieron. Por otro lado, si bien nadie puede dudar de las simpatías que alguna vez tuvo Humala por los gobiernos llamados de izquierda de América Latina, las acusaciones de “chavismo”, “terrorismo” y “comunismo” fueron infundadas, y parte de la guerra mediática en su contra.

Así, mientras en los Estados Unidos la derecha conservadora abrazaba un nacionalismo ideológico, en su afán de preservar el statu quo, en el Perú las posturas nacionalistas se ubicaron más bien a la izquierda del espectro político. Pero no solo en las últimas elecciones: véase sino al Humala del 2006 más que el del 2011, y Alan García entre 1985-1990, pero también su campaña del 2006. Y aun nos podemos proyectar más lejos.

La experiencia histórica del siglo XX muestra que el nacionalismo en América Latina ha tendido hacia la izquierda y se ha expresado por lo general como “antiimperialismo”. (No se trata, ciertamente, de un modelo infalible. En Argentina de comienzos del siglo XX, el “nacionalismo” fue más bien un movimiento político autoritario, católico y conservador.

Y ello se decanta más claramente después de la caída del Muro de Berlín. Éste fue, al menos, mi punto de partida, cuando hace unos años me tocó participar en una mesa redonda en un congreso académico en los Estados Unidos sobre el llamado “viraje hacia la izquierda” en América Latina. A pesar de que algunos ponentes recurrían (con simpatía) al término (chavista) de “socialismo del siglo XXI”, para mí el único denominador común constatable de los gobiernos llamados de izquierda en América Latina era su retórica nacionalista.

Otras experiencias que he vivido fuera del Perú me confirman que el nacionalismo tiene significados políticos muy distintos en los países europeos con experiencias colonizadoras o fascistas, que en los países pobres de nuestro continente. Así, cuando discuto mis investigaciones en eventos académicos en el extranjero he notado que algunos colegas estudiosos de Alemania, España e Italia reaccionan a veces con resquemor frente a términos como “patria”, “nación” y “Estado”, pues evocan en ellos reminiscencias fascistas. Una vez, hace muchos años, un español se horrorizó de que yo usara la palabra “compatriota”. Más recientemente vi un documental sobre la vida del cantante y diplomático brasileño Vinicius de Moraes en el que éste contaba que, una vez, cantando en Portugal, quiso halagar a su audiencia saludando a la “juventud portuguesa”, solo para encontrar un silencio sepulcral. Vinicius ignoraba, según refiere, que ése era el nombre de un grupo fascista allí.

En cambio, en los países con poblaciones indígenas considerables, grandes desigualdades económicas y sociales, e instituciones precarias, los términos (y los símbolos del) “Estado”, “nación” y “patria”, cuando son apropiados por los sectores más desaventajados de la sociedad, suelen conllevar una demanda de democracia y ciudadanía. En el Perú, por ejemplo, como alguna vez lo notó Alberto Flores Galindo, la bandera nacional ha sido usada frecuentemente por campesinos e inmigrantes en invasiones y tomas de tierra. Más recientemente, durante la administración de Toledo, un movimiento ciudadano organizó rituales cívicos que consistían en lavar la bandera nacional frente al Palacio de Gobierno, en protesta por los crímenes del fujimorismo. ¿Por qué usar la bandera? Tal vez porque el mensaje era que, más allá de su clase, color de piel, o ideología, todos los peruanos y peruanas tenían los mismos derechos ciudadanos. Un símbolo nacional se convertía, irónicamente, en un reclamo universal de igualdad.

A Carlos Iván Degregori le gustaba citar una anécdota extraída de la novela de Mario Vargas Llosa La Casa Verde. El personaje Jum de Urakusa, el cacique awajún, refiere Degregori, “[…] se pasa toda la novela diciendo ‘piruanos, carajo…’, colgado de una capirona, o no sé qué árbol donde lo cuelgan los poderes locales, que a su vez dicen ‘dónde diablos aprendió este indio de mierda esas palabras ‘peruanos, carajo’, debe ser de algún rojo’. O sea, eran ‘los rojos’ los que enseñaban a decir ‘peruanos’” (entrevista de María Isabel Remy con Carlos Iván Degregori en la revista Argumentos, 2011). Lo que hace a esta cita desgarradora es que Jum afirma repetidamente que es “peruano” no frente a un extranjero sino frente a otro peruano; como diciendo “soy igual a ti”, “no me maltrates”, “también tengo derechos”.

El testimonio, no por estar en una novela, es mera ficción. En una audiencia pública de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en el 2002, el mismo Degregori recogió las declaraciones del ciudadano Abraham Fernández, quien dijo: “¡Ojalá de acá a diez años o quince años nosotros también seamos considerados como peruanos!”, casi como diciendo “seres humanos”.

Todo ello encierra una gran ironía, ya que el propio Marx aludía al nacionalismo más bien como “falsa conciencia”, un ardid de la burguesía para “manipular a las masas”. Marx tampoco se mostró muy interesado por estudiar el Estado, porque pensaba que lo que hay detrás de un Estado es una clase, no una nación. Pero, como lo notó hace más de medio siglo Hannah Arendt, en un ensayo hoy clásico, los “derechos del hombre” nunca son derechos en abstracto; solo pueden acceder a ellos quienes son reconocidos como ciudadanos de un Estado nacional.

De lo que deducimos, para terminar, que reivindicar la pertenencia nacional como acto político en un país pobre e institucionalmente precario como el nuestro, constituye, casi por definición, una demanda de democracia y de ciudadanía. Claro que para quienes piensan que el país debe mantener un orden social jerárquico —y que los derechos ciudadanos deben estar desigualmente repartidos— éste será un reclamo subversivo. Por ello, al margen las diferencias que aquí hemos señalado entre las campañas electorales de Obama y Humala, podemos concluir con una reflexión que creemos válida para ambos casos. No es precisamente el “comunismo” o “estatismo” que les achacaban sus opositores lo que éstos temían: el comunismo ha muerto, si alguna vez ha existido. Es la democracia lo temido, porque está viva; o porque es más factible, en todo caso, que sea ejercida.


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